PREGÓN DE FERIA DE GUARO 2017
ISABEL RUEDA VIDALES
“Beli de Juan Rueda”
¡Buenas noches!
Con el permiso de las autoridades, señor
alcalde, quiero agradecer a todos/as los trabajadores/as del Ayuntamiento por
su labor y a la Comisión de Festejos por delegarme el honor de dar el pregón de las Fiestas Patronales de Guaro 2017 y a todos ustedes, amigos y familiares,vuestra presencia aquí esta noche.
Mis abuelos fueron:
Por parte paterna: Ana
Najarro Ocón y Juan Rueda Santaella
Por parte materna: Isabel Moreno Lara y Juan Vidales Mancilla
Es muy importante para mí el aclarar este
punto.
Pues, aquí estamos.
Los que tenemos que estar, aunque no los
podamos ver, estamos todos.
Yo me crie aquí al lado, en la casa donde
Andrés “el Ditero” y su esposa, Encarna, tenían la tienda. Después viví en la
casa de mi abuela Najarro, en la fuente de San Isidro, desde donde el coro
rociero de su hermandad lo acompañaba todos los años en romería.
Actualmente, vivo en calle Granada, aunque
paso largas temporadas en Fuerteventura, aquella bendita tierra.
Todos me conocen desde la niñez trabajando.
Ahora toca estudiar y por más cultura que se quiera destruir, hay un patrimonio
ético que sobrevivirá transmitiéndose de padres a hijos a fin de hacerle
cosquillas al Universo para que sacuda la soberbia y no desear vivir en
palacios, sino en pronombres.
Me contaba mi madre que, en el asedio a la
población de Guaro, mientras que todos los viejos, mujeres y niños corrían
hacia la Sierra para salvar la vida, ella, recién nacida, estaba en su cuna solita.
Y su madre y su abuela, la una por la otra, pensando que habían cogido a la
niña y la niña sola bajo el asedio. Mi mamá Isabel corrió cruzando todo aquel
odio que explotaba por todas partes y rescató a la niña:aquel día, nacimos todos los guareños.
Después de aquello, unos se quedaron porque no
tenían más remedio y otros se fueron porque no querían matar.
Este pueblo tuvo el valor y el acierto de
cerrar casi todas sus heridas arrimando el hombro para prosperar. Unos, desde
Suiza, Francia, Alemania…Otros, abriendo escuelas y sembrando conocimientos.
Otros, guardando las armas y dándole paso a los nuevos tiempos. Los más
jóvenes, enseñando hostelería en la Costa del Sol.
Poquito a poco, nos hemos recuperado y ahora
vivimos todos juntos sin rencor, como dice la letra de la rumbita del coro de
La Biznaga de Guaro.
Y, tomando como ejemplo a las tres culturas,
que se homenajea todos los años en septiembre durante el Festival de La Luna
Mora de Guaro, todo aquel que la viene a honrar a esta tierra, a este cachito
de Málaga, es recibido con el corazón. Ese cachito que aportaba a las familias
un respiro, un sustento, que, añadiéndole el trabajo, los meses de verano, en
la Costa del Sol, permite abrirse paso a los años venideros.
Ese cachito que, todavía, no hemos destrozado
del todo, es al que tenemos que mimar. Ese es el que volverá a sacarnos de los
desvaríos de unos y otros. Eso sí: el que no tenga escritura que se la haga.
Este año, el homenaje es para esta bendita
tierra. Tengo un corazón tan agradecido que no cabe quejarme, todo lo
contrario: aquí están mis mayores y se crían mis nuevos genes.
Amar y proteger esta tierra es un derecho de
todos. Aquí está la Savia que nutre a las nuevas generaciones y la raíz de los
verdaderos héroes de esta época, los que están aguantando el chaparrón de
mentiras y el espoleo de derechos.
Protegerla creando una barrera natural; explotando nuestros conocimientos; siendo maestros de nuestro oficio y
virtuosos en nuestro arte; defendiéndonos, con nuestras tradiciones, del
desprecio ajeno de quienes intentan, una y otra vez, desvalorizar la idiosincrasia
de esta tierra, eso sí, sin estereotipos (cada uno cuenta).
Si vendéis, que sea a la familia, al vecino;
este cachito hay que conservarlo para estos ojos azules, marrones… que van
llegando y que tienen todo el derecho del mundo:
al olor
de su sierra, a saber cómo se hace un gazpachuelo, a oír las hojas secas del
almendro a su paso, a saber cómo se canta y se baila una malagueña y al porqué hay
dieciséis enterrados juntos.
Cómo le explicamos a las nuevas generaciones
que había peces en el río, que la lluvia, cuando mojaba la tierra, desprendía
olor a milagro, a vida, y a que el Sol bautizaba a todos los hijos del Universo
sin distinción de raza, credo…
Y que nada en este mundo existiría sin la
unidad fundamental de la vida: el amor de una madre.
Aunque Europa tiene planes propios para España
y, concretamente, El Sur, tenemos el deber de apoyar a las nuevas generaciones
para que no las arrinconen en un par de bloques de pisos en nombre del
progreso.
Este Paraíso ya tiene su Adán y su Eva por
derecho de nacimiento; los que se cuelan tocan llamarse Caín y Abel.
LA
FERIA
Una y otra vez hacía sonar en mi
muñeca las pulseritas de colores mientras mi madre intentaba hacerme un nudo en
la camisa de diminutas flores y volantes, que atada muy por encima del
pantaloncito negro, dejaba la barriguita al aire. Por fin, consiguieron hacerme
la foto. Pero, todavía, quedaba una dificilísima e importantísima tarea antes
de salir hacia la feria: ¡a ver quién conseguía que me bebiera el vaso de
leche!
Yo trepaba por la reja de la gran
ventana abierta que daba a la calle principal. Mi madre, después de haber
agotado todas las amenazas posibles, gritó: ¡Si no te bebes la leche llamo a
Pilili! Casualmente Pilili se asomó por la ventana. Yo me bebí la leche de un
tirón, la vomité y me eché a llorar. Me daba tanto miedo ese hombre...
Pilili padecía una rara enfermedad.
Andaba con las manos y en cuclillas. Estaba tan delgado que solo se veían
huesos plegados. El rostro era muy oscuro y serio. En la iglesia de Guaro, San
Miguel Arcángel, tiene una imagen del demonio bajo sus pies que es idéntico a
Pilili. Todos los niños le teníamos miedo. Pedía limosna con un platito marrón,
como los que tienen los bares para cobrar. La gente era muy generosa con las
limosnas. En todas las ferias, se sentaba junto a mi fachada. Cuando fui
creciendo, le cogí un cariño especial, pero a la vez...
Justo, frente al otro lado de la
calle, Juana de León y sus hijos, que lo estaban viendo todo desde su caseta de
turrón, me llamaban y me enseñaban las pirulinas de azúcar y colores. Yo salí
disparada de mi casa y me cobijé con ellos. Entre turrones y peladillas
crecimos juntos, una feria tras otra. El llanto se me pasaba con sus arrumacos
y empezaba a ser consciente de las luces y banderitas que vestían mi calle. Era
un fluir de gente muy guapa, iban y venían de la plaza. La alegría lo inundaba
todo. Los niños con sus impecables trajes de flamenco, compraban piñones, trocitos
de coco, garrapiñadas... Aquella caseta de turrón olía de una forma muy
especial.
El marido de Juana tostaba los “manises”
y el puesto de perritos calientes de al lado tenía una parrilla donde el dueño,
con mucha sabiduría, de vez en cuando le echaba un puñado de hierbas aromáticas
y especias, que al contacto con el calor emanaban un olor especial envolviendo
toda la calle. Nadie se resistía a comer algo allí. Aunque su mayor triunfo
eran los bocadillos de jamón. Hay quien dice que nunca se vio a nadie capaz de
sacarle tantas lonchas a una pata como él.
Después de convencerme con un montón
de promesas bonitas, mis padres me llevaban de la mano a la feria por la calle
más bonita del mundo. Parecía una alfombra de vestidos de lunares, flores en el
pelo y sombreros de ala ancha. Hicimos un alto en el kiosko de Margarita, donde
tanto me gustaba jugar con Francis y Ana, sus dos hijos. Ella charlaba
sonriente con mis padres, mientras yo intentaba coger un gorro de legionario de
papel del puesto ambulante que estaba al lado. Mi madre, siempre pendiente,
salvaba la situación. Entre saludos y besos de familiares y vecinos, nos
dirigíamos a la plaza esquivando chiquillos que corrían hacia el otro lado
donde los cochecitos, las sillitas locas y la noria los esperaban.
El balanceo de los cartuchos de “manises”,
que Mascanueces, muy sonriente, ofrecía en su canasto de mimbre, daba paso ante
mí a una cúpula de miles de colores cimbreantes con las luces y la brisa. Salí
corriendo hacia donde estaban los niños jugando alrededor del escenario.
Saltábamos intentando coger una de las banderitas que lo decoraban. Entre los
deditos de los pies, me cosquilleaban las serpentinas de colores, que mis
sandalias doradas iban alborotando por la plaza engalanada para la feria. Al
toque de la guitarra, todos los presentes guardaban silencio, menos los
chiquillos, que alborotábamos bailando eufóricos de alegría. Mi padre reunió a
la familia en una de las mesillas de la plaza, que mi tito Najarro tenía en la
puerta del bar, y recuerdo que pedía un montón de cosas que yo no conocía:
almendritas fritas, gambas a la plancha, zumo con burbujas... La Mirinda de
naranja era la estrella. Apareció el camarero con esa chaquetilla tan blanca,
el bolsillo izquierdo del pecho rebosante de pajitas de colores y una
reluciente bandeja repleta de botellas naranjas y limón. Creo que ese día
decidí la profesión que he tenido durante treinta y seis años.
De vuelta al juego, hacíamos
montoncitos con la serpentina. Mientras la gente aplaudía, yo miraba de vez en
cuando hacia aquel escenario tan alto. Las luces se quedaron fijas, pero los
farolillos y las banderitas seguían el juego de la brisa. Allí, en una silla
verde de enea, una mujer de riguroso vestido negro con unas gafas oscuras,
bebía el “quejío” que emanaba de una guitarra. El sonido de las notas me
atrapó, captó toda mi atención. Dejé de jugar, algo me embriagaba. Miré hacia
el escenario y, aunque no me cuadraba aquella figura tan lúgubre que me daba
hasta miedo, fijé la vista en aquel espectáculo, mientras los demás chiquillos
gritaban y corrían. Me llamaban y yo “embobá”.
La cantaora se sentó al filo de la
silla, le dijo algo al guitarrista, y al encenderse el foco para alumbrar a la
pareja, aquellos artistas deslumbraron con el brillo de la guitarra y los
colores de las flores pintadas en el respaldo de la silla de enea.
"En los campos de
mi Andalucía..." empezó a cantar, y con la palma abierta a una de sus
manos la paseó delante de su rostro hacia el cielo con un gesto elegante,
dándole permiso a la voz para que tejiera cantando las leyendas de aquella
fértil tierra.
Allí estaba yo, frente al escenario,
con una manita en la cintura y mi lazo de papel de seda en la cabeza. Solo miré
hacia atrás una vez y vi cómo mis padres sonreían de satisfacción al ver que el
cante flamenco entró aquella noche en mis venas. Con los años supe que aquella
mujer era La Niña de la Puebla cantando "Los Campanilleros".
Seis añitos tenía yo,
y cada vez que vuelvo a escucharlo me estremezco como aquella mágica vez. Nunca
más volví a beber leche.
¡Viva Guaro!
¡Viva san Sebastián!
¡Viva la Feria de Guaro!
¡Viva Guaro!
¡Viva san Sebastián!
¡Viva la Feria de Guaro!